De Emilio Lledó (léase Lerdo), ya escribí en mi novela Entretiempo tras camuflarlo como Javier Permanganato Potásico. Leí un artículo suyo en el El País, cómo no, y me quedó este resabio:
porque además ya sabía que es un prohombre muy célebre por su soflamas en revistas y tertulias en las que pregona apodíctico que ya no tiene tanta importancia la libertad de expresión, el poder decir lo que se piensa, porque lo interesante, lo creativo, lo pedagógico, es poder pensar lo que se dice; es decir, pensar «correctamente» lo que él piensa y lo que él cree que
es lo mejor para nosotros según la doctrina de esos licenciados chisgarabís que pretenden salvarnos de nosotros mismos e iluminar nuestra inopia en una misión salvífica por nuestro bien, claro, porque el echacuervos nos seguirá predicando que la democracia es esclava del poder económico y que aquélla no consiste en que puedas echar tu voto en la urna sino en que ese voto esté bien pensado, ilustrado y educado con arreglo a la Razón (educar conciencias que nos decían antes en las sacristías).

Uno de esos papeles cursiprogres que se dan mucho pisto con el debate y el análisis plural para que todos piensen ese mismo «plural», mientras nos adoctrinan sobre qué hemos de pensar, cómo hemos de vivir y qué hemos de votar para ser unos buenos demócratas y unos éticos ciudadanos en una dictadura de nuevos madelman, hombres nuevos, que siempre votan al mismo partido, al mismo líder y a la misma secta que lee las consignas de la Policía del Pensamiento en los editoriales de «su» periódico, de siempre, porque la libertad de expresión sin medida puede ser una «verdadera arma de destrucción masiva», según ellos dicen en consonancia con lo que argüía el dictador Francisco Franco antes de volar el diario Madrid, pongamos por caso, pues ese es el protocolo que siguen a rajatabla los dictadores para imponer la censura y privarnos de la libertad de expresión.
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