22 de agosto de 2014

La espera se retrasa (inicio)

Limpiarte los zapatos aun sabiendo que va a llover, es la actitud más sensata para mantener la serenidad cuando a tu lado la razón desbarra. Qué remedio, se piensa Roberto mientras guarda los aperos de limpieza y tacha la fecha en el calendario, tal y como hacía ávido todos los días a primera hora de la mañana, como si quisiera tirar de la soga para que llegara cuanto antes eso que esperaba que ocurriera, aunque no sabía qué.

Peo que tenía que llegar, seguro, porque si no nada tendría sentido, se decía mientras tachaba un nuevo día en el calendario con la paciencia del que va esculpiendo la piedra de una catedral que sabe que jamás verá terminada. No le importaba, ni le importa, porque incluso se alegra si algún día se le olvida tacharlo pues al siguiente tiene un día extra para tachar. O dos. Y al emborronar varios días seguidos sentía como si adelantara la espera y que lo que tenía que ocurrir llegaría antes.

«La felicidad consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar», había leído en un cartel de un comercio. Fue cuando se cercioró de que había alguien en el mundo que le daba la razón. Luego averiguó que la cita no era de la cajera, sino de Thomas Chalmers, pero coincidía con él (y con la cajera). Él lo esperaba desde siempre, desde que en la adolescencia comenzó a tachar los días en el calendario con el ánimo de que ocurriera aquello que aún no sabía qué era. Tenía los sueños en lata, quizás en aceite de oliva, quizás en escabeche, pero le daba igual. Porque algo tenía que ocurrir aunque no supiera qué.

Habían pasado algunas cosas, es cierto, no podemos ser superficiales y no reconocer que algo había ocurrido porque Roberto Alberola de la Viña había terminado la carrera de arquitectura, se había echado novia, se había peleado, se había comprado un coche, había dispuesto el despacho, había tenido otras novias, se había entrampado en una hipoteca, vivía relativamente bien y todavía tachaba todos los días con la esperanza de que cada día le quedaba menos para el advenimiento de eso que no sabía que era pero que tenía que ocurrir. Era lógico que así fuera. Lo decía Chalmers (y la cajera).


No recordaba la última vez que había sido feliz. Me pilla lejos, solía decir para excusar que todavía anduviera sin emparejar en el padrón, porque aunque el horóscopo llevara años advirtiéndole que si no tenía pareja, esa semana sería la propicia para encontrarla, él ya había dado con ella y salía con Elena, aunque sin plantearse llegar a mirar los muebles del Ikea. Había leído que para ser feliz era imprescindible encontrar a una chica que compartiera unos valores comunes, y era cierto, pero dónde encontraba él una chica adicta al sexo, le solía contestar al que se inmiscuía en su vida privada.

Salía con Elena sólo cuando les apetecía, sin compromiso, porque su más perentoria urgencia era tachar todos los días en el calendario para acelerar la llegada de eso que esperaba con la ansiedad con la que los presidarios tachan los días para ir eliminándolos y acercarse más a la libertad. Pero él estaba libre y seguía aguardando porque hasta ahora su vida se podía resumir en unos escuetos pies de foto. La última chica que amé de verdad se fue y ni me di cuenta, había comentado a sus amigos cuando le preguntaban porque no tenía una novia formal, reglamentaria. No me gusta el matrimonio porque para follar prefiero a las mujeres solteras, añadía socarrón para que lo dejaran en paz porque él no tenía nada contra el matrimonio, lo respetaba mucho y prueba de ello es que todavía no se había casado. Eso decía ufano.

 Podríamos decir entonces que Roberto Alberola de la Viña vivía relativamente tranquilo en un chalet de una urbanización en las afueras; una vivienda de planta baja y principal con jardín y piscina rodeada de pinos que él mismo había plantado y que ya daban buena sombra y algunos piñones. Él cocinaba, lavaba, planchaba y hacía todas la labores domésticas porque su madre lo había educado así y creía como ella, que no hay que asignar roles estancos a los niños y las niñas.


Es lo que pensaban también los expertos pedagogos con los que él suele coincidir porque considera absurdo regalarle a una niña una Barbie y a un niño un Scalextric. A mí de pequeño me gustaban muchísimo las muñecas, solía decirles a sus amigos.

- Pues eso es raro -le reprochaba alguno.
- Pues yo me divertía una barbaridad jugando con las muñecas. Las ataba a un paracaídas y las tiraba desde la terraza.
- Muy divertido.
- Sí, fue cuando constaté que Newton tenía razón, que la aceleración que origina la gravedad es de 9,8 m/seg y que si me tiraba a tiempo de la terraza, caería antes de que la tata se percatara de que me había comido la tarta. Fue también cuando mi madre me llevo al psiquiatra. Por primera vez. Por jugar con muñecas, no por lo de la tarta.

Roberto se solía tomar las cosas a chunga, cuando podía, porque los demás ya se encargaban de joderlas, según solía decir. Y en este chalecito de las afueras se levantaba todos los días y antes de desayunar tachaba la fecha en el calendario como si quisiera arrearle a los días para que se sucedieran con más velocidad y llegara eso que no sabía qué era, pero que tenía que ocurrir. Eso que tenía que suceder y que quizás, tal vez, pudo llegar aquella mañana cuando fue a visitar el edificio de cuatro plantas y entresuelo que estaba reformando y le informaron de la aparición de una una mujer emparedada tras un tabique. Un obrero que tiró un tabique en el sótano, junto a la zona de las calderas, la encontró entre ellos.

(Primera parte del libro publicado en Amazon)

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